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¿Por qué clamamos el retorno de don Quijote? (II)

Actualizado a las 24/06/2016 - 09:00
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Por Dong Yansheng

Sobre la libertad:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear el ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el Cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo Cielo! (I, 58)

Referente a la hermosura:

Advierte, Sancho, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, y en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventaja. (II,58)

La gratitud:

Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, atendiéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan, y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. (II,58)

La perseverancia:

Al comparar los caballeros cortesanos con los andantes él describe lleno de orgullo el derrotero que está destinado a llevar: por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, (II, 6) ya que su cometido ha determinado que “busque los rincones del mundo; éntrese en los más intrincados laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los hielos.” (I, 13)

Curiosamente algo muy semejante dijo nuestro Mencio ya en el siglo III antes de Jesucristo.Citémoslo textualmente: Cuando el Cielo resuelve hacer recaer sobre alguien un magno cometido, lo primero que hace es poner a prueba su voluntad, fatigarle los músculos, martirizarle el estómago con hambre, privarlo de todo bienestar, confundirlo en sus quehaceres, para de esta manera forjar su temperamento y fortalecer su naturaleza. Se ve que en diferentes culturas y distintas épocas se aprecia por igual la perseverancia con que hay que afrontar las adversidades y sufrimientos, tanto al acometer grandiosas empresas como al querer llevar a feliz término cualquier quehacer cotidiano.

La fidelidad en el amor y la constancia en los principios:

Ya en el prólogo al primer tomo, el autor ha señalado que don Quijote de la Mancha fue el más casto enamorado y el más valiente caballero, frase desde luego no exenta de cierta jocosidad, de lo cual vamos a tratar a su debido tiempo. De todas maneras, eso del más casto enamorado es verídico como lo demuestra el protagonista en sus andanzas. Ni la rústica Maritornes que él confundió en plena oscuridad por la princesa del castillo ni la juguetona Altisidora con sus picantes coplas y fingidas lágrimas consiguieron menoscabarle su fidelidad a Dulcinea. Escuchémoslo: No ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tengan Merlín o Montesinos donde ellos quisieren; que adondequiera eres mía, y a doquiera he sido yo, y he de ser, tuyo. (II,48) Olvidemos por el momento el tono burlesco que siempre percibimos bajo la pluma de Cervantes. ¿Qué pudo haber hecho si había sufrido tantos desengaños en vida? Pero no por eso llegó a ser una persona resentida capaz de esgrimir un mordaz sarcasmo en son de venganza. La suya es una ironía benigna, especialmente cuando estaba dirigida al entrañable hijo de su propia creación. Bueno, divagaciones aparte, sea como sea, menciono la fidelidad en el amor no sólo porque forma parte indisoluble de la personalidad quijotesca, sino porque no es precisamente el fuerte de estos tiempos nuestros tan frívolos. Y algo más: en el fondo don Quijote confunde a su dama idealizada con su ideal. Otra vez, las palabras del propio personaje: Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas. (II,32)

Está visto que no está hablando de ninguna mujer en concreto, sino de una idealización, o sea, de un ideal al que él determina mantenerse fiel.

La valentía:

Sabemos de sobra que en casi la totalidad de las ocasiones, la mal usada intrepidez de don Quijote no conduce a otra cosa sino a grotescas caídas y humillantes atropellos. Pero en eso reside precisamente el ardid del autor. Cervantes trata de darnos a entender que en un mundo plagado de mezquindad y cobardía, la valentía no tiene sentido de ser. Recordemos que en otro lugar declara con dos versos: Y tanto el vencedor es más honrado, / cuanto más el vencido es reputado (II,14). Pese a eso, Cervantes sigue valorizando altamente el temperamento intrépido y lo atribuye a su protagonista, quien una vez dijo: Veamos el peligro de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta el fin del mundo, cuando otro ocupa su mismo lugar, y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede sin dar tiempo al tiempo de sus muertes, valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra.(I,38)

Seguro muchos hemos tenido la misma experiencia: a medida que vamos recorriendo estos pasajes, se metamorfosea la imagen de don Quijote. Si en un principio sus extravagancias todavía provocaban hilaridad, terminamos admirándolo aun en medio de la burla más grotesca de que constituye el objeto. Si ahora reímos de vez en cuando, lo hacemos con lágrimas en los ojos. No podemos menos que lamentar que un hombre de tanta rectitud no encuentre quien lo estime ni tiempo ni espacio donde ejecutar sus actos justicieros.

Lo peor es que todas sus altas cualidades tienen que malgastarse entre las mofas de una chusma que no llega ni a la suela de su zapato, por más títulos nobiliarios que ostente. Pero aún en estos casos él sabe sobreponerse por encima de las humillaciones más apabullantes a que le suelen someter. Esta entereza inquebrantable deriva del poder ennoblecedor del idealismo que dignifica al que lo abraza. Cuanto más alto es el ideal que se plantea, mayor encumbramiento moral tiene que alcanzar el que se siente elegido para acometer la empresa, porque es consciente de que así lo pide lo arduo de la tarea.

No es justo tachar a don Quijote de fanfarrón cuando declara: De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos. (I,50) Puede que exagere, pero la verdad es que anhela alcanzar tal perfección con toda sinceridad. ¡Ojalá cada uno de nosotros pudiera adquirir ese equilibrio de virtudes, siquiera en pequeñas proporciones! Entonces, aún cuando no se nos depare suficiente fuerza como para barrer el mundo de toda su mugre, por lo menos conservaríamos limpio un trozo de terreno en nosotros mismos. Hay algo más. El poder encumbrador del idealismo no se circunscribe al propio idealista, trasciende. Cerca tenemos a Sancho Panza.

Él, rústico, astuto, codicioso, egoísta, cobarde, pero en compañía de don Quijote se va culturizando hasta el punto de aprehender elementales nociones de honor, de fidelidad, de rectitud, de responsabilidad. Incluso se le empieza a pulir el lenguaje. No es pura palabrería cuando dice con el corazón en la mano: Eso no es el mío; digo que no tiene nada de bellaco; antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga. (II,13)

Está comprobado que los Sanchos necesitan de los Quijotes, particularmente cuando “triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía”.(II,1) De hecho, este apego de Sancho a Quijote ha dado origen a grandes acontecimientos históricos. Se pueden citar numerosos casos en que enfervorizados idealistas arrastraban tras sí multitudes de seguidores, provocando conmociones que sacudían el mundo, para bien o para mal, pero siempre con el efecto de quebrar algún estancamiento social. Que nos guste o no, no podemos negar la función vigorizadora del idealismo. ¿Que el idealismo no alimenta? Pues no, pero alienta.

Para no adolecer de parcialidad, tenemos que reconocer que el idealismo es a la vez necesario y peligroso. Lo último lo atestiguan sobradamente todas las magulladuras de don Quijote que trueca la realidad en ilusión. Lo peor es que la obsesión idealista puede degenerar en fanatismo y despotismo, aún tratándose del caso de los sinceros con exclusión de los disfrazados, que en el fondo son demagogos arribistas. Cualquiera que sea el caso, una radicalización en este sentido conduce ineludiblemente a grandes desastres. Por eso siempre hace falta la presencia de los Sanchos para refrenarlos en sus impulsos insanos con sabia perspicacia pragmática.

Entonces se da un fenómeno muy interesante, parecido a la llamada resultante de fuerzas en física: tirado por Sancho en una dirección y por don Quijote en otra, el carro arranca hacia un rumbo que ninguno de los dos deseaba. ¿Quién sabe? Tal vez esto es lo que significa el equilibrio del orden social. Bueno, se me ocurre una idea bastante extravagante: probablemente el primer idealista que surgió entre las manadas de monos pretendió volar como pájaro, pero sus compañeros sanchescos prefirieron seguir desplazándose a cuatro patas. Ya ven ustedes adónde nos ha llevado el promedio: ponernos en pie y echar a andar en dos patas. Para finalizar quizá sólo cabrá decir: Si se me pregunta, al fin y al cabo, ¿para qué sirve tu idealismo? La respuesta es obvia: pues para que no nos arrastremos por el suelo como gusanos.

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