Por Isidro Estrada
La Undécima Cumbre del G-20, que se celebra en Hangzhou, China, apunta a colocar a países del Tercer Mundo en plano de actores, en lugar de los habituales convidados de piedra de citas anteriores
Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), anda de plácemes por estos días con sus amigos y asociados chinos. A cambio de traerles la buena nueva de que el FMI ha elevado sus pronósticos de crecimiento del producto interno bruto (PIB) para China en 2016 – en contraste con los decepcionantes desempeños de casi todas demás las economías -, la quinta mujer más poderosa del mundo recibió como maná caído del cielo la iniciativa de sus anfitriones en Beijing, quienes agregaron una cuarta aspiración al tema de la Cumbre del Grupo de los 20 (G-20), programada los días 4 y 5 de septiembre en la ciudad oriental china de Hangzhou.
A la consigna de la cita cimera, concebida originalmente como “Hacia una economía mundial innovadora, dinámica e interconectada”, China, actual presidente rotativo del grupo, añadió el adjetivo “inclusiva”, reafirmando de esta forma el talante abarcador que el país sede propone, en condición de premisa para que la cooperación global eche raíces sanas y duraderas, que permitan conjurar la crisis económica que embarga al planeta desde hace casi una década.
Así, junto a los ricos de siempre, hasta ahora incapaces por sí solos de solucionar los males que nos afectan cada día a todos los hijos de este planeta, en unos días se estarán sentando naciones tan poco favorecidas por la fortuna material y el desarrollo económico como Laos, Chad, Senegal, Egipto y Kazajistán. Su presencia, junto a otros países del denominado Tercer Mundo, deberá aportar a la cita de Hangzhou la representación más nutrida hasta ahora de países en desarrollo en estas reuniones.
Al alabar el aporte chino con el tema de la inclusión en la cumbre, Lagarde resaltó que resulta “de suma importancia hablar de la capacidad integradora del crecimiento, asegurándose de que todo el mundo se beneficie del mismo, garantizando que las empresas y los empresarios con pequeñas y medianas empresas dispongan de acceso a la financiación, además de entender el entorno fiscal en el que operan”.
Y para quienes se pregunten por la pertinencia de los cinco países en vías de desarrollo antes mencionados, no está demás señalar que tres de ellos implican a unos cuantos millones de habitantes: Laos ostenta la presidencia de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Ansea), que agrupa a diez pujantes economías regionales; Chad tiene en sus manos la actual jefatura de la Unión Africana (UA), con 54 países bajo su égida; y Senegal preside en estos momentos la Nueva Asociación para el Desarrollo Económico de África (NEPAD, por sus siglas en inglés), junto a otras cinco naciones del continente africano, concebida como un plan de acción para el desarrollo económico dentro de la UA. Súmese que todos los integrantes del denominado grupo BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), asistirán como de costumbre en estas reuniones.
¿Cómo revertir la “ecuación maldita”?
Pero más allá de los habituales oropeles, las “fotos de familia” y frases alabanciosas al uso, lo que buena parte del mundo se pregunta hoy es hasta qué punto será útil en la práctica el foro de Hangzhou. ¿Se reducirá la pobreza en lo adelante? ¿Habrá menos polarización social? ¿Menos corrupción? ¿Tendremos bridas para la descomposición medioambiental; más y mejores alimentos; mejor educación…? Y así ad infinitum…
Llegado este punto, se impone recordar que el mecanismo de G-20 surge como una necesidad imperiosa de dar una respuesta, cuando menos novedosa y alejada de los mecanismos tradicionales (ONU, Banco Mundial, FMI entre otros), al fenómeno cíclico de la crisis económico-financieras. Sus orígenes datan de las devastadoras consecuencias de la crisis asiática de 1997, y su madurez como agrupación llegó con el derrumbe financiero mundial que propició la crisis de las hipotecas en Estados Unidos, en 2008, cuyos coletazos se siguen sintiendo en el minuto en que escribo este texto.
La debacle del 2008 hizo que muchos abrieran los ojos. Gobiernos y entidades financieras por igual parecieron ganar conciencia de que un mundo sometido a la ecuación maldita de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas, sólo podría llevarnos de cabeza al abismo. Esta lógica infame del capitalismo, tan bien descrita en el filme “La gran apuesta” (The Big Short, 2015), del realizador estadounidense Adam McKay, precisaba de una revisión total. Y así nació y se fue consolidando el G-20.
Y no es que el foro de marras sea la panacea. Mucho que le falta por andar aún. Pero su nacimiento implica la admisión sin tapujos de que el mundo capitalista enriquecido es incapaz de evitar las crisis, muchos menos garantizar sociedades más equitativas y prósperas a escala global, acudiendo a sus viejas fórmulas y permitiendo que el mercado campee por sus respetos.
El factor China
China, que viene de regreso del fracaso rotundo de la estatalización económica a ultranza, está particularmente dotada asimismo para procurar un camino que en todo lo posible se aleje de la receta del mercado sin frenos.
Apegándose a la prédica del economista húngaro Janos Kornai, que detectó tempranamente la incapacidad del Estado absoluto como generador de prosperidad, la actual dirigencia de Beijing procura acomodarse a las nuevas realidades, evitando los extremos, en un sentido u otro. Al proponer un crecimiento armonioso, que propicie una sociedad de consumidores – lo que a su vez conlleva la consolidación de la clase media - , China sienta las bases domésticas hacia la corrección de las actuales desigualdades, enfatizando de paso una mayor atención al medio ambiente. De prosperar estas dos propuestas, además, China estaría confirmando las palabras del ex primer ministro Wen Jiabao, cuando dijo que la mayor contribución que China podía hacer al mundo sería comenzar por poner su propia casa en orden.
Tomen nota los interesados.